13 septiembre 2010

ENTRE BICICLETAS Y PATINES


De niña no tuve bicicleta, me gustaban más los patines. Bueno me gustaron más, porque de todos modos mis papás no hubieran podido comprarme una bicla; así de simple.

Los primeros patines que tuve fueron unos que alguna de mis tías me trajo de Estados Unidos, eran de color rosa y ajustables, en realidad con un diseño muy feo; pero a falta de lana, pues eran mi mejor opción.

Así, sin siquiera pensar en la bicicleta, me hice fan de los patines, aun para eso no había dinero. Un diciembre, -ni siquiera recuerdo de qué año- me dijeron que me regalarían unos patines nuevos. Fuimos al Centro Histórico a buscarlos, obvio, yo iba con muchísima ilusión, ésa que te da cuando no tienes ni idea del dinero, cuando no tienes la angustia de saber –de antemano- que lo más seguro la lana no te alcanzará para comprarle los patines a tu hija.

En ese entonces existían unas tiendas llamadas Blanco, tenían un eslogan que decía: ¡Blanco, Blanco, Blanco abarata la vida! Jajajaja. No recuerdo bien si dicha tienda estaba sobre la calle de 5 de febrero o sobre 20 de noviembre.  Cuando llegué ahí, ¡desde que vi el aparador lleno de juguetes me emocioné!

Nos metimos, dimos varias vueltas y buscamos los patines. ¡Ahí estaban!

Pero, ¡oh sorpresa! A mi mamá no le alcanzaba el dinero que llevaba para comprar los patines, y como había pasado con muchas otras cosas, en esa ocasión también tendría yo que esperar para tener un regalo.

Mi mamá, como muchas madres mexicanas, tenía que buscar la forma de que yo tuviera los patines, sin sacrificar la economía familiar; así es que se acercó a preguntarle a un joven de los que atendía, si había algún sistema de apartado. Supongo que vio a mi mamá sumamente angustiada, y a mí muy ilusionada –todavía no sabía que estaba a punto de quedarme sin patines-, de lo contrario, no le hubiera dicho a mi mamá: llévese este par de patines, le voy a dar una nota como si los hubiera comprado y si le dicen algo a la salida, sólo responda que vino a cambiarlos.

Yo, lo único que recuerdo es que salimos como si mi mamá hubiera visto al mismísimo patas de cabra.

Con el tiempo, mi mamá me contó esa anécdota y sin saber quién fue, siempre le envié mi agradecimiento al vendedor que atendió a mi mamá aquel día, pues gracias a él, durante mucho tiempo, fui muy feliz con mis patines.

Por esta razón, siempre fui buena pa’ la patinada, pero para la bicicleta jamás. De hecho, sólo me subí a una bici como dos veces en mi vida y, por lo tanto, no sabía andar en bici hasta hace un par de semanas.

Un gran amigo, de esos que convierte tus miedos en retos, que cambia la tristeza por alegría, la ansiedad por paciencia, la oscuridad por luz; de esos que te animan a realizar actividades que nunca harías, por más sencillas que sean; de esos que te invitan a conocer las cosas antes de criticarlas, me invitó durante mucho tiempo a ir al ciclotón; en primer lugar, para que yo aprendiera a andar en bici; en segundo, para que dejara de criticar el programa que el Gobierno de la Ciudad de México instauró. El resultado: además de unos raspones, caídas y de casi haber atropellado a algunas personas en mi trayecto, prometí nunca más criticar ningún programa, ya sea del gobierno del DF o del federal, sin antes conocerlo.

A esta odisea también me acompañó una increíble amiga, que siempre está dispuesta a ayudar a los demás, que nunca dice no, que siempre suma y nunca resta ni divide, que siempre está de buen humor y que cuando pasa algo inesperado y malo, te anima a seguir adelante.

Gracias a ellos, entre bicicletas y patines, aprendí a andar en bici, a conocer las cosas antes de criticarlas y a reírme de mí misma con tantas caídas, falta de coordinación y falta de control; a pesar de ello y del enorme dolor que después sentí, estoy feliz de compartir y aprender a andar en bici – cosa que debí hacer hace años- junto a estos dos amigos.

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