Durante el 2005 tuve un período terrible, estuve al borde de la muerte por razones que no vienen al caso en este momento, afortunadamente esa etapa difícil junto con su secuela convertida en crisis emocional, ya pasó.
En un noticiero, hace algunos días, entrevistaron a Víctor Hugo Rascón Banda, con motivo de su nuevo libro, titulado ¿Por qué a mi? que escribió durante, si no mal recuerdo, una recaída de su terrible enfermedad, ahí dijo algo que me pareció cierto y era más o menos como que desde pequeños, en la escuela, deberían enseñarnos que vamos a tener que lidiar con la muerte, porque si bien sabemos que llegaremos a ese punto, es algo que no tenemos tan consciente, algo que creemos que no nos sucederá, pero definitivamente, deberíamos aprender a verlo como algo que forma parte de la vida diaria; y así como la muerte forma parte de nuestro diario vivir, también deberían serlo las demostraciones de cariño y afecto hacia nuestros seres queridos y ¿por qué no? a los no tan queridos.
También hizo que me acordara de un texto de Mauricio Carrera que leí en Día Siete, texto que guardé porque tengo esa mala costumbre de guardar toda clase de fotos y artículos de periódicos y revistas que me gustan.
Tener conciencia de la muerte es una cosa, pero tenerla sobre la propia muerte es algo que puede desgarrarte y a la vez regresarte a la vida con mayor ímpetu.
CARPE DIEM
La frase tiene la contundencia de la lápida cuando cae en la tumba. Eso me parece ahora. Antes, en eso que llamamos juventud, tenía la certeza de un destino, la brillantez de una divisa, la férrea voluntad más allá del sobrevivir diario. Carpe diem. O para decirlo sin latinajos que denotan más arrogancia que sabiduría: “Aprovecha el día”. Esa era la orden y la cumplía. Lo hice desde adolescente. Una tarde descubrí que no era inmortal, que la kriptonita existe y también el cáncer, los aviones que se desploman, las esquirlas en las trincheras, los asaltantes nerviosos a los que se les va un disparo, el bisturí que se desvió un milímetro, la estupidez de los atropellamientos: los sesos por aquí, un zapato por allá. Fue una tarde especial, incluso memorable. No que no supiera de la muerte –yo también aplasté hormigas, maté murciélagos y diseccioné ranas-, pero me percaté con plena conciencia de la mía. Algún día me visitaría la desnarigada.
Fue una época de desazón e incertidumbre. Visité cementerios, coqueteé con la ruleta rusa, intuí lo que sería aventarme al paso del tren, imaginé el estertor tras ingerir veneno para ratas. Creía, y lo mantengo como un dogma, que no hay mayor subversión que la de atentar contra la propia vida. Chapeau, me digo, ante los suicidas. Hablo de los que se rebelan ante la enfermedad, la opresión, el desamor, el absurdo, y no de aquellos infelices que tras reprobar matemáticas abren la llave del gas o se cortan las venas.
No fue ese mi destino (todavía no). Mi temor ante la muerte me volcó hacia la vida. Así de sencillo y cobarde. No hay motivos sólidos para vivir pero tampoco para morir. Encontré en el carpe diem un buen pretexto para continuar, para saber. Me aventé al mundo con singular alegría y una avidez de conocimiento que hoy me enternece. Recorrí burdeles y cantinas. Leí mucho, porque es una de las formas de amar a la vida. Encontré a Cavafis. Me aprendí sus versos: “Recuerda, cuerpo, cuánto te amaron”. Supe de la epidermis enchinada ante la caricia de la otredad en forma de piruja, noviecita santa, amada inmóvil, esposa tirana, amante artista o señora ricachona. Bebí menos o más que otros, pero bebí. Tuve un hijo al que pedí perdón por traerlo al mundo. Planté un árbol y escribí muchos libros que pocos leyeron. Viajé y también me detuve. Ahora entiendo que la vida es acción y contemplación. No vivo en el mejor de los mundos, tampoco me han tocado tiempos interesantes, pero es mi mundo y son mis tiempos. No he sido peor ni mejor. He llegado a una edad en la que descreo casi de todo. En la que me digo que dejar de hacer el amor ha de ser terrible. En la que sólo hay dos cosas que abomino: la injusticia y la mala adjetivación de las palabras. En la que he visto a la muerte arrancarme a los seres queridos. En la que trato de vivir de la mejor manera, a pesar del desempleo y la carestía.
Por las mañanas, al despertar, me digo: “Vive tu día como si fuera el último”, Cada vez es más difícil. Cada vez hay menos impulso para el afán vital. Aun así intento finalizar mis obras completas, comer lo que me gusta, convencer a lindas mujeres de compartir mi soledad, visitar mis cantinas favoritas, oler la lluvia y saber que no entiendo casi nada pero que comparto la dicha de la noche, de los buenos libros, de las amistades, del latido bajo la carne, de los seres que amo, del mar y del viento.
“Vive tu día como si fuera el último”, me repito, y escucho el susurro de mi propia voz que me recuerda, no sin un dejo de burla: “Algún día acertarás”.